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(ENSAYO) El fin de la literatura en la era del 'yo' y la terapia

El narcisismo es el signo cultural de nuestra época y hay dos grandes herramientas en las que se apoya y a las que nutre: la cultura terapéutica y las redes sociales. El ser humano occidental, además de extremadamente psicológico (obsesionado por su equilibrio psíquico y emocional) es un homo communicans: generador constante de contenido en redes, predica la autoexpresión ("desde la vulnerabilidad") como derecho supremo. Todo ello se refleja en literatura con el boom de la autoficción, donde quien escribe deja de lado las grandes cuestiones humanas para centrarse en su sola persona en un relato estandarizado de trauma, toma de conciencia y superación.

El colapso de las jerarquías tradicionales, los grandes ideales culturales y vertebradores sociales como la ideología o la conciencia de clase, se unen a la pérdida de confianza en el crecimiento económico y las instituciones públicas, generalizando un panorama de incertidumbre y crisis subjetiva. Ante esto, el yo se retira dentro de si mismo, vaciado de contenido comunitario y político. Así, en la preocupación narcisista del yo, el desarrollo psíquico y la realización personal toman el relevo a los grandes objetivos colectivos, de modo que al consumo de productos materiales se une el consumo de conciencia y bienestar en forma de yoga, meditación, terapia, dieta paleo, sugar-free monday…


El ser actual se inventa como individuo con necesidades, deseos y carencias que ha de buscar conocer y para ello practica una constante autoexploración, ya sea a través de un taller de meditación, de un programa de coaching personal o de un psicólogo. La terapia ha logrado la legitimidad cultural general y el discurso terapéutico se ha constituido en uno de los principales códigos con los cuales expresar, conformar y guiar el yo.


En el centro de esta representación moderna del yo, la narrativa terapéutica sitúa el sufrimiento psíquico, pues nos llama a mejorar nuestras vidas haciendo que prestemos atención a nuestras deficiencias, nuestro sufrimientos, nuestras disfunciones y traumas, cultivando así la vulnerabilidad del yo. Y ello porque solo puede funcionar si concibe la vida como una serie de traumas, carencias y obstáculos a un desarrollo “pleno” que hay que perseguir, sin llegar a explicar nunca cuál es el estado de plenitud a alcanzar. El sufrimiento es así lo que da inicio y motiva al discurso. Contar una historia es contar una historia acerca de un yo “defectuoso” y en falta.


Nadie parece advertir el problema tautológico que plantea esta narrativa. De esto, Eva Illouz expone un ejemplo en La salvación del alma moderna: “Todos los hombres con los que estoy son distantes; los hombres con los que estoy son distantes porque yo los elijo así; elijo a hombres distantes porque mi madre nunca se ocupó de mis necesidades. ¿Cómo puedo saber que mis necesidades no eran satisfechas entonces? Porque ahora no son satisfechas”. La naturaleza de la tautología es obvia: cualquier aprieto del presente señala una herida del pasado. La narrativa es escrita hacia atrás: el "final" de la historia (mis aprietos presentes y mi mejoramiento futuro) escribe el origen de dicha historia. Pero es que, además, la falta de amor en el pasado puede manifestarse de dos modos igualmente opuestos: o bien uno tiene “miedo a la intimidad” o uno “compensa la falta de amor convirtiéndose en alguien que sólo da amor”. Amar demasiado y no amar lio suficiente se convierten así en síntomas de la misma patología.


Otra característica fundamental de la narrativa terapéutica es que al yo como víctima (potencial o real) de las circunstancias, fusione el yo como único actor y autor de su propia vida, ayudado o no por un terapeuta. Se le hace así responsable de su propio futuro, aunque no de su pasado. Hay un yo pasivo (definido por las heridas infligidas por otros) al que se le ordena volverse muy activo para poder cambiar.


Al hacer al sujeto responsable de su salud y de su vida y de la búsqueda de su bienestar y exigirle que no ha de sufrir de manera pasiva, se subjetiviza la enfermedad y se pone un peso más susceptible de generar un dolor en el sujeto: él y no las estructuras son las responsables de su malestar. Esto lo aísla de las causas colectivas q en busca de condiciones más justas. La libertad (para perseguir el propio bienestar) se eleva por encima de la justicia y la equidad.


Se le otorga así una gran responsabilidad en su propia transformación, pero ninguna responsabilidad moral por sus deficiencias. Y es que todo problema o aprieto, en lugar de una manera moral, se aborda en términos de “carencias” a seguir examinando y monitorizando en el propio yo, lo que a su vez es causa de nuevos malestares.


La incertidumbre económica, la volatilidad social, rotos los lazos de solidaridad y colaboración social, queda como única propuesta de solución una narrativa que otorga demasiado interés en la propia vida, que cada uno ha de cambiar por sí mismo para alcanzar su yo más “completo”, sin que se brinde ninguna indicación para determinar qué diferencia un yo completo de uno incompleto. Ante esto, no es de extrañar que se generalicen los estados depresivos y se democratice la “enfermedad del vivir”, antes reservada a las clases burguesas. Y es que el individuo narcisista, en el que los problemas personales toman dimensiones desmesuradas, es más propenso a la angustia y a la ansiedad.


Se elimina toda moral en el diagnóstico de los problemas y la propuesta de soluciones. Esta narrativa pone en primer plano las emociones negativas tales como la vergüenza, el miedo, la inadecuación, pero no activa ideas morales relacionadas con la culpa. La doctrina terapéutica ha transformado en una enfermedad lo que antes era clasificado como un problema moral, y puede así ser entendida como parte del fenómeno más amplio de la medicalización de la vida social, a la vez que se desmoviliza la reivindicación política.


La vida y el intercambio entre las personas se psicologiza. Las conversaciones entre amigas deja de ser contar las vivencias y comentar acerca de ellas para ser un recuento de lo que en terapia se ha estimado como explicación de los problemas o una recomendación continua de ir a terapia ante el menor estado emocional que se considere mejorable.


La narrativa terapéutica se ha convertido en un esquema básico del yo, que organiza los relatos acerca del yo y, más específicamente, el discurso autobiográfico. Ata de manera demasiado ajustada el pasado, el presente y el futuro en torno a la herida psíquica y el cambio a llevar a cabo por uno mismo. La consecuencia más perversa es que, basada en un lenguaje banal, aplana nuestra imaginación y nuestra forma de interpretar y relatar nuestra experiencia emocional. El modo en que captamos nuestra vida y se lo comunicamos a otros depende de la forma narrativa que elijamos para “contar nuestras vidas”. De esta forma, no solo moldea nuestra autocomprensión sino los modos en que interactuamos con los demás. De este modo es performativa, porque reorganiza la experiencia en la medida en que la relata.


Esta forma estandarizada de narrar nuestras vidas se observa claramente en redes sociales, donde perfiles de diversa índole (de desarrollo personal, escritura, creatividad… o usuarios de su propio contenido persona) perpetúan la psicologización de la vida y la estructura por la que el sufrimiento (más llamado en redes “vulnerabilidad”) y la condición de víctima definen el yo. Y ello porque la condición de víctima es adquirida en el acto mismo de contar a los otros las propias heridas en público. Se transforma el sufrimiento en condición de víctima y la condición de víctima en identidad.


Todo lo expuesto hasta ahora tiene su gran reflejo en el gran codificador del desarrollo humano: la literatura. En un momento de falta de compromiso comunitario y exploración individualista del estado psicológico, las novelas no retratan ya una realidad colectiva que se quiere denunciar ni plantean reflexiones profundas, sino que se basan en la experiencia íntima de quien escribe. Una experiencia, por cierto, relatada de forma estereotipada a través de los conceptos del discurso terapéutico de trauma y superación. Dicho discurso, que elimina además nociones morales como la culpa, hace que decaiga también la búsqueda de soluciones morales a las grandes problemáticas humanas.


La literatura está sumida en el boom de la autoficción, que si bien empezó hace décadas, se ha visto acentuado con la decisión por parte de los grandes grupos editoriales como Alfaguara-Penguin Random House de basar las decisiones de publicación, entre otras, en el alcance y número de seguidores de los autores en redes sociales. En realidad, cabría decir autoras, pues en los últimos tiempos, habiendo el feminismo dejado de ser un movimiento para pasar a ser una moda, el capital ha entendido que hay mayor capacidad de venta para libros escritos por mujeres, en su mayoría jóvenes, que hablan de sus experiencias personales en clave terapéutica.


Si un elemento central en la cultura terapéutica es el supuesto de que uno ejercita su propia memoria del sufrimiento para liberarse de ella, no es de extrañar el gran número de autoras utilizando la literatura como memorias del trauma en las que narran su triunfo sobre un trauma personal. Tampoco es de extrañar el gran número de lectores de este tipo de literatura, pues no solo la inversión en campañas de publicidad se centra en dicho tipo de autor, sino que además el lector busca en la (supuesta) ficción los elementos que encuentra también en los manuales de autoayuda.


Si en Sentido y Sensibilidad la obsesión amorosa es vista como un exceso moralmente reprochable y se aborda desde una reflexión profunda en torno a conducta más adecuada desde el punto de vista ético, en la época actual la misma obsesión amorosa es una enfermedad con origen en carencias afectivas en la infancia: dependencia emocional, adicción al enamoramiento, falta de autoestima, etc.


Si bien existen muchos y grandes autores con una amplia mirada sobre el mundo y las injusticias, como la mexicana Fernanda Melchor, puede decirse que en general no se busca conseguir que el lector mire el mundo con una luz distinta, que salga transformado de la lectura, sino que, en la obsesión de los escritores consigo mismos, escriben sobre el “gran tema” que es su propia persona, quedando el mundo solo periferia y decorado de su propio ser. Y es que, haciéndose centro del mundo, el escritor no apela al recuerdo y a la introspección para hacernos conocer y comprender la realidad y plantearnos preguntas, como hiciera Anna Frank en su diario.


Las novelas de hoy no construyen personajes ni historias ni crean un mundo que tenga interés o atractivo. Su escritura gira entorno a sus pequeñísimos intereses, sus mundos chatos, sus objetivos estrechos y sus sinsentidos. Hacen un espectáculo público de su particular y limitada intimidad, como la premio Nobel Annie Ernaux, a la que no interesa salir de sí para mira a los otros y, cuando los mira, lo hace retratándolos como obstáculos y límites a su propio desarrollo y equilibrio emocional.


Aunque parezca mentira, este género parece haber florecido particularmente entre los privilegiados, quienes pueden usar la narrativa para conferirse a sí mismos aún más capital simbólico, al demostrar que su vida es todavía una batalla. Muertos los grandes objetivos y las grandes luchas, tal vez todo sea un intento del ser humano del mundo Occidental por ser aún hoy héroe ante una adversidad, aunque el conflicto y el éxito tienen ahora un carácter psíquico.

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