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(CAPÍTULO 1) Leocadia

Al regresar de tomar un vino en el bar, la encontró en el mismo lugar y postura que tenía cuando había salido. Era mirarla y ver a su abuela. Rara que fue Leocadia, también lo era su hija. Lo mismo las dos, hay que ver, siempre con un libro en la mano. Leocadia solo la Biblia, que otro no tenía, y que nadie supo nunca quién la había enseñado a leer, que por la sierra Umbría no sabían juntar letras más que los muchachos que entonces ya iban a la escuela, hasta los doce años, los que tenían suerte. Ahora los críos se tiraban una tanda de años en el colegio. Su hija, además, se las había ingeniado para irse haciendo con libros que no eran los de las clases, que a saber cómo los conseguía, pero siempre andaba metida en uno. Estaba quieta quieta, ahí en su escritorio, con los ojos grandes, negros y saltones entre páginas y páginas. La nariz, que había heredado de él, le gustaba algo menos, medio torcida, con la parte central del tabique abultado. Pero los ojos sí los tenía bonitos la chiquilla, desde bebé, y despiertos. Él alguna vez había querido saber qué había en esas letras en las que ella ponía el empeño, y la respuesta había sido que la historia del siglo XIX, papá. Y entonces se le venían a la cabeza más cuestiones que las que tenía antes de preguntar. Podría acaso interesarle a él qué contenía la historia del siglo XIX.

Era domingo y aún faltaba bastante para la hora de la comida. Deja un rato de estudiar, mujer. Tanto estudio, tanto estudio. Y ella que déjame, que estoy agobiada. Pues lo mismo que Leocadia, que ni un palo al agua dio en vida, siempre diciendo que se encontraba poco bien y que se tenía que sentar a la sombra de un árbol, y ahí que se pasaba la tarde leyendo el Evangelio, mientras el resto tenía que hacer por cavar los surcos, plantar la simiente, atar los tomates, lo que fuera. Por eso su nuera Dorotea no la tragaba, zángana la llamaba cuando recordaban aquellos tiempos, que anda que no ha llovido ya, bien poco le gustaba a Leocadia, que en gloria esté, coger la azada. Vente conmigo a la Umbría, vamos a dar una vuelta a ver qué hay por allí, hace ya buen rato desde la última vez. Ay, papá, que mañana tengo examen. Hombre, un ratillo, que me han dicho que se ha caído la casa de Leocadia, bien ladeada estaba ya la otra vez que fuimos. Pues no sabía qué habría encontrado su hija de interesante en el derrumbe de la vieja casilla, que le dijo que se aviaba, cogía la cámara de fotos y se iba con él.

En menos de dos kilómetros andaban con la furgoneta por camino de tierra, baches y piedras, que las lluvias habían destrozado el camino. A trompicones que iban a ratos, que su chavala se reía y gracia le hacía a él, que de normal la veía tan seria. Muy seria, pero de buen talante y buen corazón. Lo mismo que lo había sido Leocadia, que el tío Emiliano vino de la inclusa y ella ninguna distinción hizo con los demás hijos. Que menuda en el barrio, que cómo iba a hacerse cargo de un muchacho que no era suyo siquiera, que a saber de dónde venía. Y Leocadia hacía el mismo caso que cuando la ponían a caer de un burro por no gustar del trabajo en el campo, que al pobre Emilianito ya lo habían abandonado una vez y que no lo iba a abandonar ella también. Y fue como uno más.

Mira, dijo cuando ya veían bien la ladera de la montaña, ahí entre piornos, jaras y algún árbol, se ven los restos de los antiguos barrios, te acuerdas, ese de ahí es el Palancar de Arriba, y ese de abajo, pues el Palancar de Abajo. Y allí, en medio, lo que se ve, es la Majadilla, donde yo me crie. Su hija le pidió que parase el coche un momento. Él esperó a que bajara y tomara una foto del paisaje. Después, reanudaron la marcha. Veía las minúsculas y míseras casillas donde había vivido de niño, durmiendo los cuatro hermanos en un mismo y pequeño somier, y padre y madre en otro. Eran otros tiempos, claro, muy duros, pues anda que no hicieron fatiga, y ahora, pues todo ha cambiado, han mejorado las cosas. Y miraba a su hija, que qué inteligente era la jodía, y cuántas cosas sabía, claro, todo el santo día con los textos que fuera, ya quisiera él, pero se imaginaba ella acaso lo mal que vivían él y otros como él hace menos de cincuenta años. Sí, bien lo conocía ella todo eso ya, que él le había contado muchas veces, solo que se desentendía, cómo no, si hasta a él le costaba recordar aquella época, que muchas cosas se había jurado llevarse con él a la tumba. Que había historias de las que mejor no querer acordar, cuanto menos de hablarlas.

Dejaron el coche junto a la entrada de una de las fincas valladas y saltaron las piedras que había en el lado izquierdo de la verja de hierro. Veía a la cría tantear demasiado el terreno al pisar y él le decía que con firmeza, que si andaba dudándolo mucho, pues o podía tropezar o resbalar, que les quedaba todavía buen rato para llegar y que según se había puesto todo con el agua, lo mismo encontraban encharcados los prados o resbaladizos los cantos. Atravesando tres fincas privadas, llegaron a la pequeña vereda que, cuesta arriba, conducía a la Majadilla, donde llegaron tras cuarto de hora de caminar a buen paso, su hija detrás de él. Vieron la mitad de las casas desbaratadas, que normal, que más de cien años tenían, y sin argamasa que se habían construido, que seleccionando bien las piedras bien quedaban. Su hija tomaba fotos de aquí y de allá, siempre silenciosa, sin comentar nada. ¿Le interesaría algo de lo que veía? Alguna vez, ya adulto, había querido preguntar a su padre Julián que cuándo se habían construido esos barrios de la sierra, pero no gustaba el hombre de responder sobre cuestiones del pasado. En el centro del barrio estaba lo que llamaban plaza, que no era más que una gran lancha de granito, medio enterrada en el suelo. Le contó a su hija que desde ahí, en las noches de verano, cuando niños, que otra cosa no tenían para entretenerse, enganchaban ramas de árbol y zas, a los murciélagos que pasaban. Qué bestias, papá, pobres murciélagos. Ya ves tú, éramos chicos y otra cosa no había.

Una de las casas que rodeaba a la humilde plaza era la de Leocadia, que tenía un pequeño patio, ahora en parte ocupado por los restos del tejado y las paredes de la casa hundida. Su hija tomó fotografías de la misma casa y los mismos escombros desde distintos ángulos. Si como recuerdo con una bastaba. Y mejor tomar una imagen de una casa en mejor estado, que de esta sólo quedaba en pie parte de la pared posterior y la puerta de entrada a la casa, de madera, que tenía una chapa del Sagrado Corazón de Jesús clavada con cuatro clavos. Por unos vecinos había llegado a saber que su abuelo Manuel, el marido de Leocadia, había acabado en la cárcel por dar aquel mismo techo a un transeúnte que andaba por esas montañas, muerto de frío y sin comida, y se enteraron las autoridades y se llevaron a Manuel un tiempo, y luego regresó y de eso no se habló nunca. Que si dieron tus abuelos acogida a un maqui, le preguntó su hija, pero no la entendía. Un republicano, papá, un rojo, de los que mataba Franco tras la guerra. Y cómo sabría ella de esas cosas, que se las contaban en la escuela o qué. Pues bien de páginas tenía lo que estudiaba, de todo habría, pero a él de eso nunca le habían hablado. Ni de eso, ni de tantas otras cosas, y cómo iba ahora él a informarse de temas de interés. Que ya le habría gustado poder dedicarse al estudio, pero eran otros tiempos, y buena gana de andar extrañándolos. Por la mañana tenía que ir a echar un ojo al ganado y hacerse cargo de los hermanos antes de marchar para el pueblo, a la escuela, siete kilómetros para ir y luego otros siete para volver, daba igual que hiciera bueno o malo, y unos nevazos que caían entonces que ya no se ven. Y si padre decía que había que quedarse a ayudar, pues se faltaba a clase. Y, aun así, pocos muchachos sacaban las buenas notas que él, que todavía tiene la cartilla por ahí, que la guardó de recuerdo. Pero eso padre no lo apreció nunca. Que se te olvidara ir a soltar el agua para regar el huerto, pues menuda somanta palos.

Su hija estaba poco dispuesta a continuar la visita hasta el siguiente barrio, pues estaba el terreno muy irregular y difícil tras las tormentas de los últimos días. Decidieron dar media vuelta y, regresando al pueblo, la notaba de mejor ánimo, sonreía más y le respondía a comentarios que él hacía. Metros y más metros en coche y recordaba de nuevo cómo de niño atravesaba esa distancia, por la mañana, montaña abajo, y, por la tarde, montaña arriba, yendo y volviendo de la escuela. La escuela que habían construido los hombres adultos años antes, entre todos. Y traía a la memoria la vez que no pudo ir un domingo a misa por tener que ayudar en la siembra. El sopapo que le arreó Don Prudencio el lunes en clase, que llorando llegó a casa y mal hizo en decírselo a padre, que al día siguiente se plantó en la escuela a reclamar al maestro, y cuando padre ya se había ido, otra hostia que le cayó, por hablar. Pues que ya no se lo volvió a contar, que si va otra vez lo mismo atiza a Don Prudencio, que Julián era severo, pero justo también, que no se puede reprender al crío por tener que ayudar en el campo. Eso sí, que no se enterara de que te habías cruzado con fulano y no le habías saludado por ir distraído, pues la que te caía era buena. Palizas había recibido por todos los lados, que como era el hermano mayor, pues hasta de los más chicos tenía que responder. Ahora, en cambio, ni imaginar podía él dar un coscorrón a su hija. Que ni siquiera cuando hace años se negó ya a acompañarle a vendimiar, le afeó nada.

Pero le gustaría que ella quisiera ir con él a alguna parte. ¿Quieres parar aquí a tomar algo?, le preguntó llegando al pueblo. Que no papá, es hora de comer, y ya te he dicho que tengo examen mañana y he perdido mucho tiempo hoy. Pero bien podía suponer él que el estudiar muy duro no era, la muchacha todo el día en ello y ni una gota de sudor la veía. Trabajar de sol a sol la tierra, eso sí era duro, no estar tranquilo, en tu mesa, calentito, mirando papeles. Pues que eso lo hacía cualquiera, pero para el campo había que valer y querer, que bien las hubo siempre como Leocadia, bien remolonas. Cómo era su primogénita, pero bueno, en fin, qué le iba a hacer. La dejó en casa y se marchó, mientras oía a su mujer gruñir porque se iba otra vez al bar y la comida ya estaba lista. Pero es que ella no entendía, él tenía que ir a ver si veía a alguien a quien tenía que ver para tratar algún asunto. Y su hija a ratos le preguntaba que por qué bebía tanto. Si tanto no bebía. Si solo me tomo una copilla o dos en todo el día. No comprendían que él iba al bar porque siempre de ahí podía salir algún trabajo o cobrar alguno realizado, que aquí no se podía decir directamente, oye fulano, me debes tantos mil duros, no hombre, aquí había que actuar muy como psicólogo, de a poco. Y, además, de domingo, que no tenía que ir a la obra, qué se iba a quedar haciendo en casa luego todo el día. Que leyera o algo, le decía su hija. Y él le explicaba que le habría gustado a él también darse a eso, pero que él tuvo que quedarse en el pueblo y aprender un oficio para mantener a la familia, que habría querido ser matemático, que las matemáticas se le daban bien de chico. Pero ahora, leer, para qué, ya estaba viejo. Anda que si se enteraba madre Dorotea, bien le iba a reprender por tener poco que hacer si se ponía a perder el tiempo con los libros. Mejor darse una vuelta por los bares de la calle principal, a ver qué había. Entró en el de Boni, que estaba vacío porque todo el mundo estaba tomando el aperitivo después de misa más arriba, en La tabernilla, y él prefería más sosiego, no tanto alboroto. Qué va a ser, Fausto. Lo de siempre, Boni, ponme un chato de vino, si haces el favor.


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