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(DIARIO DE VIAJE) Roma

9 de noviembre

La primera vez fue un septiembre y, ahora, treinta años después, puedo confirmar que no hay nada que supere el placer de ver Roma en una mañana de otoño, cuando nunca antes se ha visto o no se ve después de mucho tiempo.

Me encuentro en el parque del Celio, sola en la terraza de un viejo bar que existe, al menos, desde que me trajo a tomar café el primer hombre por el que lloré. La noche anterior yo le había declarado que le quería, y él me había declarado que quería a su novia. Dar con el único italiano honesto y fiel que he conocido me hizo difícil olvidarle.

Desde aquí veo el Coliseo en su parte más saqueada. Ojalá pudiera tomar una foto, pues si quiero reforzar el recuerdo con algo más que estas palabras, me costará encontrar en Internet esta perspectiva tan poco explotada. Envidio a las personas que saben dibujar y que he encontrado con un cuaderno y acuarelas plasmando algún rincón.

Este fue también el primer monumento que contemplé en 2008 y, entonces, sentía que cualquiera sabía más de esta ciudad que yo. Era joven y la elección de este destino no respondía a ninguna preferencia ni inclinación por las artes, la historia o los tesoros que la ciudad tuviera para ofrecer, pues no los conocía. No era, como tantos, una fanática de la idea, siempre distorsionada, de Roma.

Creo que el coloso es más bello hoy que está en ruinas: apenas construido no era más que un gigantesco teatro; hoy es el recuerdo más espléndido de una Antigüedad evocada con nostalgia. Sin embargo, su grandiosidad ha estado por décadas más acentuada en mi memoria, bañada por los filtros de todos los momentos vividos alrededor, sin prisa, sin voracidad por admirarlo, olvidando su presencia, pues entonces era mío.


10 de noviembre

No es posible imaginar esta ciudad sin sus fuentes. Salvo, tal vez, la de Trevi, no son un acontecimiento especial a contemplar, forman parte de la vida cotidiana, para que una sea consciente de la presencia del agua. Muchas veces me he preguntado si la sensibilidad o, mejor, la conciencia de la sensibilidad, que en mí se despertó en Roma, se debía a la belleza de la confluencia de naturaleza y cultura en los distintos surtidores de sus fuentes.

Escribo en las escaleras de la fuente de Santa Maria in Trastevere. Los colores que observo no son como los de otras ciudades: los del hormigón, el vidrio o el ladrillo. Aquí son la tierra y la piedra antiguas: la caliza, la toba, el mármol decolorados. Y en las fachadas coloreadas de los palazzi del siglo XX, la armonía del amarillo, el ocre, el rosa, el naranja. Dan una alegría melancólica que no pueden conseguir otras urbes. En este momento, además, me observan, los resplandecientes mosaicos de la fachada de la basílica.

La città eterna siempre me ha dado más de lo que esperaba o de lo que sentía que tenía derecho a recibir. Esto hacía inevitable que el objeto de mi amor platónico de juventud en la ciudad, fuera él, un romano.

Suponía que el placer de estar rodeada de belleza era lo que hacía cada vez más masiva la llegada de turistas a Italia. Veo que me equivocaba, pues nunca como ahora había paseado por unas calles tan vacías, ni siquiera cuando, hace más de 25 años, muchas veces tuve el privilegio de caminar, de noche, por una Roma dormida y en penumbra, observarla cuando nadie más lo hacía, y cuando ella no esperaba que nadie lo hiciera.


11 de noviembre

Me he sentado en una terraza de Campo de’ Fiori. Los precios son altos, pero la atención es cuidada y sin ninguna inmensa fila de viajeros fatigados esperando por una mesa.

Siempre he amado esta plaza. Incluso cuando era todo lo caótica que llegaba a ser, tomada por turistas desorientados y estudiantes, reunidos bajo la estatua a Giordano Bruno para compartir una botella de vino del súper. Aunque elegante y perteneciente a la burguesía tan definida y reconocible de la ciudad, el romano vino a veces cuando le invité a una de las serate en esta plaza. No me amaba, pero sí amaba su ciudad, y la renovada fascinación por ella que tomaba prestada de mi mirada.

Debo ahora observar, retener y encontrar las palabras adecuadas para la memoria escrita. Veo las masas de albahaca, berenjenas y tomates. Llenan el aire del mercado y giran en torno a la estatua vertical de bronce oscuro con que el siglo XIX quiso honrar la grandeza del dominico aquí quemado por ser, además de monje, filósofo, astrónomo y hereje.

El mercado y las terrazas nunca han borrado el terrible recuerdo que evoca y la pira donde ardió Bruno. Al caer el día, este lugar siempre ha proyectado desasosiego. Aquí se tiene conciencia de estar en presencia de la Historia y de la Muerte. Supongo que era así incluso en los momentos del turismo descontrolado que llevó al gobierno y al valor de Giorgia Meloni a tomar alguna medida.


12 de noviembre

Me siento en la terraza de un café de Via dei Coronari. He renunciado pronto a la lista de cosas a ver. Siento, como hace treinta años, que no hay premura, ni necesidad de verlo todo. La prohibición de tomar instantáneas o hacer videos está condicionando el modo en que me aproximo a la ciudad.

Aunque nunca creí que tal medida se implementara, me alegro de que se optara por ella y no por el cobro de una costosa entrada para acceder a las ciudades más masificadas del país. Ya no hay inmensos grupos de personas a la entrada de cada monumento y sí hay más patrullas de Carabinieri. La multa por fotografiar en las áreas públicas o privadas al aire libre es, sin ningún tipo de concesión, de 2000 euros. He visto algunas discusiones en la calle en las que, agentes con mejor o peor inglés, explicaban a turistas que, si no se producía el pago inmediato, serían escoltados a su hotel y, de ahí, al aeropuerto.

Por eso ahora, más que otros idiomas, escucho italiano, o dialecto romano, en cada rincón. Si bien ahora es mi segundo idioma, nunca había sentido el más mínimo interés por aprender la lengua que aquí se habla, tan próxima al latín que a veces acerca increíblemente a los tiempos del Imperio. Por amor al italiano, al hombre, y luego al idioma, acabé por aprenderlo.


13 de noviembre

Si el arte es, como creo, algo comprado muy caro por muchas jornadas de profunda melancolía, luchas y frustraciones, estoy entonces rodeada de largos momentos de tristeza y desdicha.

Tuve siempre una intuición que no lograba formular y que ahora, desde el Castel Sant’Angelo, con una vista privilegiada de San Pietro, intento: la grandeza de la ciudad eterna no está en su tamaño, ni en su relevante y tan escrita historia, sino en la cantidad de cuidado, detalle y amor que se ha vertido sobre sus edificios y sus calles. Eso hace que las cosas importen e impide que los ojos pasen de forma despreocupada ante algo. Y esto no puede comprenderse leyendo una descripción de Roma y, me pregunto, si acaso viendo imágenes estáticas o en movimiento. Cómo comprender sin estar aquí la combinación de grandeza escultural y detalle.

Creo que tantas posibilidades para el asombro hicieron en su día que, tras dos meses, Roma me aburriera, pero no ocurriera eso ya al sexto mes. Había aprendido a deambular tras el tipo de belleza al que me sentía más inclinada en cada momento. A los doce meses solo pensaba en quedarme para siempre. Había llegado con un mínimo interés por el pasado, y el futuro me era inconcebible. Pero poco a poco la ciudad se convirtió en mi guía para comprender el pasado y el futuro. En Roma entendí la destrucción y el triunfo, la belleza y la pérdida. “Quédate”, me dijo mi amor romano. El arte y la historia habían dejado de ser dos materias de estudio, aquí se fusionaron para mí y se convirtieron en realidad. “No vuelvas a decir eso”, le respondí.

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