top of page

(RELATO CORTO) Abulense en Nueva York

Cuando salí de la estación de metro de la calle 34 miré para arriba sabiendo que encontraría el destino al que me dirigía: el Empire State Building, pero la forma en que me sobrecogió no me la esperaba. Llegaba directa del campo a la capital del mundo, y supongo que eso impacta a cualquiera. Caminé hacia la entrada del rascacielos más emblemático de Occidente con la mirada clavada en el suelo, pues sabía que si me giraba podría ver otro de los iconos que conocía por las películas, y demasiado sobrepasada me sentía ya.


Al llegar a las puertas automáticas levanté algo más la vista y tuve la impresión de que ciertas personas parecían contrariadas por mi presencia, dudo que fuera por mis minúsculos cuernos, creo más que se debía a que estoy gorda. Yo siempre he estado muy acomplejada de mis cuartos traseros, porque son muy grandes. Que mi culo es enorme, vaya, pero resulta que eso es lo que más se valora de mí, en palabras técnicas: tengo mucho rendimiento carnicero. Y no sé qué pensar cuando oigo eso, una siempre quiere sentirse deseada, pero con los años voy teniendo la impresión de que se me aprecia solo como un objeto del que sacar tajada. En cualquier caso, no tuve tiempo de pensar mucho en la apariencia que daba, porque ante mí tenía el hall más maravilloso que hubiera visto nunca o, para ser sinceros, el primero que veía, y es que en el pueblo nunca había entrado en ningún edificio, si acaso, en el establo donde el amo nos guarda en días de lluvia. El vestíbulo del Empire State está revestido de una especie de mármol dorado, pero yo no entiendo de piedras, a pesar de llevar toda la vida viéndolas, pero creo que todas cuantas he visto son de granito, que abunda en mi zona.


Sin saber por dónde debía subir, me dirigí hacia el fondo, donde hay un panel con un bajorrelieve muy grande del propio edificio, y a izquierda y derecha vi los accesos de seguridad a los ascensores. Yo desde que recuerdo he caminado con un cencerro al cuello, así que no caí en la cuenta de que lo llevaba y pasé con él por el arco detector de metales. El guardia me pidió que lo dejara en la bandeja y volviera a pasar y, aunque fue muy amable, sentí bastante vergüenza. Espero que mañana no se me olvide dejarlo en casa, pensé. Fui entonces al ascensor y, cuando se abrieron las puertas, casi me muero del susto porque apareció un gorila como King Kong, que imagino yo que era un hombre disfrazado, pero no lo sabría decir, me cuesta distinguir un humano con disfraz de un animal real, así que yo no culpo a los humanos por no distinguir entre una raza de vaca y otra. Yo soy limusina, pero salvo para los ganaderos, para el resto soy solo una vaca marrón.


El susto que me dio el gorila entretuvo un rato los nervios que yo tenía en mi primer día de trabajo. Pero cuando se cerraron las puertas del ascensor y empezó a subir, volví a rumiar todos los motivos que tendría la empresa para despedirme el mismo día de mi llegada. No es que sienta que valgo menos por no ser la vaca que todo el mundo espera, la vaca aria con manchas negras, la frisona, pero, claro, no es lo mismo proceder de Holanda que del Sistema Central de la Península Ibérica, y eso que mi estirpe lleva en España solo desde los años 60, mis antepasados provienen todos de Francia. Será por eso que en España se nos trata como vacas de segunda, porque están especialmente consideradas y protegidas las razas autóctonas, y el Ministerio se refiere a nosotras, las que tenemos origen extranjero, como “raza integrada” y por nosotras no se reciben subvenciones. Que digo yo, al final se nos quiso en el país por algo, creo que en proporción damos más leche y carne que otras como la avileña. Supongo que, si al menos fuera un toro, me sentiría más respetada, por su tamaño y musculatura y su supuesta fuerza, que la gente no sabe que no todo toro es bravo o va a acornarte con solo provocarle. Que ni cuernos tenemos a veces, por la absurda precaución de descornarnos a edad temprana.


Pero no quiero enredarme ahora en esas cuestiones. Lo que a mí me hacía sentir entonces fuera de lugar es que aún arrastro las expectativas que mi entorno tiene de mí. En mi familia siempre hemos sido muy fértiles, y supongo que de mí se quiere que produzca varios terneros, unos diez en toda mi vida. Pero es que yo nunca he querido dedicarme solo a producir crías y amamantarlas, para luego además ver cómo me las quitan y a mí me siguen sacando leche.


Y, por si fuera poco sentir que estaba traicionando a mi familia, me sentía diferente, no creía que perteneciera a todo esto. Además, tenía miedo de no saber desempeñar bien mis funciones. Y es que escondo un complejo que, bueno, me da cierto reparo confesarlo, pero he visto las anomalías genéticas que la endogamia consanguínea ha producido en muchas personas de mi pueblo. Y claro, mi abuelo y mi abuela eran hermanos, por suerte a mi madre le buscaron un semental seleccionado para que no guardara parentesco con ella, pero igualmente yo me obsesiono con el tema.


Todo esto iba yo pensando cuando se abrió la puerta del ascensor en la planta 33, que no es mucho, considerando que el Empire State tiene más de cien. Caminé un corto pasillo y abrí la puerta de la oficina. Entré en la recepción y la vista desde la ventana que tenía enfrente me impresionó porque yo no conocía alturas tan altas, nunca me atreví a ciertas excursiones en las que a veces se aventuraban mis compañeras, que se cuenta que una vez un grupo llegó a la base del Pico Almanzor. De la ansiedad había pasado al asombro y apenas me enteré de que la recepcionista, lenta como una tortuga, fue a avisar al director de mi llegada y apareció con él.


Mi nuevo jefe me acompañó a mi mesa de trabajo mientras me explicaba algunas dinámicas del despacho y, aunque al principio me pareció un tipo admirable, con el tiempo resultó ser un burro, pero mejor trabajar para él que para su socio, el típico tiburón de empresa que me saca de quicio. Enseguida hice amistad con otra de las secretarias, Peggy, un ratón de biblioteca que va por su tercer máster en Literatura, y empezamos a quedar tras el trabajo con el técnico de mantenimiento, que aunque es un lobo solitario, disfruta mucho de nuestra compañía. A veces nos dan las tantas de la madrugada, aunque para ave nocturna, Mariano, un español que llegó a Nueva York a probar fortuna como abogado y ya es asociado del bufete. Menos mal que no siempre se queda a tomar algo porque cuando está insiste en ir a beber la última y al final, es que no volvemos a casa.


Yo, la verdad, me siento aquí un poco cabra loca. Para la gente que he conocido soy diferente, especial, dicen que nunca han conocido una vaca como yo, y no esperan de mí leche ni terneros ni carne, solo a veces me piden que les cuente de dónde vengo y cómo fueron mis primeros años, les resulta peculiar. Y nadie me mira raro si me siento en Bryant Park a leer un libro, que imagina el revuelo si hubiera hecho esto alguna vez en Gredos.


bottom of page