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(CAPÍTULO 2) En el nombre del padre

Traté de evitar estar allí, me ausenté todo el tiempo que pude del tanatorio donde se velaba a mi padre. Por respeto a la familia y por no dar de qué hablar en el pueblo, acompañé un rato en la tarde del 27 de noviembre. Había fallecido a las 4:34 de la madrugada de ese mismo día, y si en el certificado de defunción aparece una hora posterior, es porque me tomé un tiempo antes de pulsar el botón que activaría la burocracia de la muerte.


La mayor concentración de gente torpe no se da en Mercadona un sábado por la mañana o en un grupo de senderismo para aficionados. Se da en velatorios y entierros. El único remedio para tal torpeza es haber perdido a un ser querido. Y por ser querido no me refiero a una abuela, tío o amigo. Hay que perder a un padre, una madre, un hermano o una hija. Otras líneas genealógicas o relaciones de amistad entristecen, pero es solo cuando se pierde a alguien realmente cercano cuando se abre el abismo que transforma por primera y única vez.


No imaginaba que lo que metería en una pequeña bolsa de viaje para dirigirme al hospital, cuando me enteré de que mi padre se moría, sería muda limpia, un pequeño cuaderno de dibujo y un libro para leer en los ratos muertos. Habría pensado que entonces nada me importaría, ni la ropa cómoda, ni disponer de algo con lo que entretenerme. Y, sin embargo, tomé la mochila y me dirigí al cajón del armario para decidir el número de bragas a llevar: ¿Cuántos días creo que le quedan a mi padre? Esperaba que dos no, pero más de cinco bragas no metí en el improvisado equipaje. Además, un par de camisetas, unas mallas de deporte, mi cuaderno de esbozos con un par de lápices y ‘El año del pensamiento mágico’ de Joan Didion, que por azar me habían regalado un mes antes por mi cumpleaños.


Pasé todo el trayecto de Madrid al hospital de Ávila deseando que no muriera o perdiera la consciencia antes de que pudiera estar a su lado. Y no lo hizo. Cuando llegué a la ciudad más fría de España, ya había anochecido y la nieve continuaba acumulándose en aceras y explanadas. El viento helado que poblaba solitario las calles me traspasó, dándome la entereza para regalar a mi padre unos últimos días disfrutando con su hija.


Unas horas antes, su médica había contestado: “Sí, sí, claro”. La pregunta que yo había hecho, después de que me dijera que el hígado de mi padre había dejado de funcionar, fue: “¿Se va a morir?” Si consideré inhumana y fría su respuesta, mi pregunta me pareció al momento ridícula. Íbamos a morir él, yo y ella. La cuestión era cuándo. "Eso no se puede saber”. De acuerdo. “Pueden ser dos días, tres…” Joder, pensaba que la ventana de posibilidad ofrecería un margen mayor. Aunque nadie se queda huérfano después de los treinta años, era temprano. Aunque adecuado. “Voy a autorizar que una persona pueda estar con él. Nadie más. Estamos en un repunte de Covid”, me informó la doctora. Enfrentaría el trago sola y aprendería, pocos días después, ante un frenético trasiego de personas ante el cuerpo ya sin vida, que se me concedía el privilegio de la soledad de ese momento.


En el pasillo del hospital, inhalé profundamente antes de abrir la puerta de la habitación. Le encontré en un estado físico muy deteriorado, mirando ausente la pared. Me acerqué fingiendo jovialidad y dije: “Qué tal papá, cómo estás. Mira lo que te he traído.” Entonces le entregué uno de mis dibujos, un boceto del natural que había hecho del Monasterio de El Escorial. De todo cuanto había pintado, el que más le gustó siempre. Tomó la hoja con las manos y se perdió en ella durante varios segundos. Nada sorprendido por mi presencia, pues no me reconocía, dijo lo que nunca me habría dicho a mí: “Tengo una hija que lo borda, no lo digo porque sea mi hija, pero es que lo borda”.


Días después, el cuerpo inerte, en la esperpéntica escenografía compuesta por ataúd, flores y cirios, me dejaba como única custodia de cuanto viví con él en esos últimos días, y hacia él se abría paso gente de los pueblos de toda la comarca, apartándome de la entrada, porque no me conocían.


Cuando llevaba unos minutos con él en la habitación, las enfermeras trajeron la cena. Le das tú de comer, me preguntaron. Supongo que tan natural era ese gesto ahora como cuando él me ayudaba a mí de pequeña. Le acerqué la cuchara y me informó con un gesto de negación de la cabeza y la mano de que no pretendía comer, por lo que no me quedó más remedio que comenzar a hablarle de Felipe II y su palacio. Entre imperios donde no se ponía el sol y la toponimia de las Islas Filipinas, comió más esa noche que ninguna que yo recuerde desde que era niña.


Entre algunos de los constantes WhatsApp de la familia, y las llamadas que no contestaba, había cierta presión por que contemplara la posibilidad de que un notario acudiese al día siguiente para que firmara un testamento. Pero para mí lo urgente era que lograra decirle, por primera vez en mi vida, algo que nunca habíamos pronunciado ni él ni yo. Y el cabrón todavía fue fiel a su castellanía cuando al decirle te quiero me respondió: “¿Y para qué me quieres tanto?” Seguidamente le di un montón de besos en la mejilla y su airada respuesta a ello fue: ¡bueno, vaya formas!


Lo único que firmó fue mi libreta de apuntes. Cuando el fallo multiorgánico progresivo iba haciendo mella en su cerebro, comenzaba a ponerse irritable, sobre todo al caer la noche. Quería quitarse los cables e irse de allí, a pesar de que la fuerza de sus piernas menguaba. Yo le ayudaba a levantarse de la silla y a caminar un poco por la habitación como me había enseñado una enfermera. Además, para entretenerle, dibujaba cualquier cosa en mi cuaderno. Miraba entonces absorto mi movimiento del lapicero sobre el papel, como un niño una pantalla con luz, sonido y movimiento. Cuando giré el cuaderno para mostrarle el primer dibujo, me dijo que por eso no me iban a pagar el dinero que digo que me pagan normalmente por un cuadro. Y tenía razón. No había dibujado peor en toda mi vida. Entonces, me pedía que le dejara escribir y escribía su nombre, de forma ininteligible.

Le pregunté a Domingo, su compañero de habitación, que qué le parecía mi boceto, a pesar de que el hombre estaba casi ciego. Pero su atención estaba puesta en una preocupación: tras lavarle, habían olvidado ponerle el reloj. En ese momento entró una enfermera: “Hija, ¿y el reloj no me lo pones?, que yo no veo la hora, pero al menos veo las líneas negras y me la imagino”. Domingo a veces me preguntaba por qué a él no le dejaban tener un familiar acompañándolo, y yo no podía responderle que él no se estaba muriendo.


Mientras tanto, quien sí se estaba muriendo, me pedía que le dejara irse de allí, que si le hubiera dejado la primera vez que me lo pidió, ya le habría dado tiempo a volver. Triste y estresada, mientras trataba de hacer que descansara sobre el respaldo de la silla y dejara de intentar levantarse, le dije: “Haz caso a tu hija”. Contestó: “Ya la casaré”. Nunca sabré si fue su último humorístico juego de palabras o una casualidad fuera de los destellos de lucidez que cada vez se hacían menos frecuentes. Pronto aprendí que si le acariciaba la espalda se calmaba. Nunca había estado tan cerca de él.


El tercer día dormía la siesta. Por su continua insistencia en que nos fuéramos de allí, y puesto que nadie le había contado lo que estaba pasando, pensaba, aliviada, que vivía ajeno a todo. Domingo, que no encontraba el tapón de la botella que tenía entre manos para abrirla, porque ya estaba abierta, exclamó: “Anda, coño”, cuando la enfermera le sacó del error. Esta le respondió: “¡No se preocupe!”. En ese momento, mi padre se despertó de un sobresalto y se giró en la cama hacia nosotros: “¿Cómo que no me preocupe? ¿Y si me muero qué?” Y si te mueres, ¿qué? Cuántas veces debí preguntártelo yo a ti, papá.


La mayor parte del tiempo ya no me reconocía y empezaba a hablar con gente que no estaba allí. Cada vez se encontraba menos enérgico e iban aumentando sus horas de sueño, un sueño intranquilo. Yo no quería que le siguieran inyectando tratamientos inservibles y haciendo analíticas inútiles las 24 horas, atado durante la noche a la cama porque se movía y se quitaba mantas y ropa. Quería que nos dejaran en paz. Y la paz estaba en el hermoso lugar donde compartimos unas mini vacaciones: la mañana del cuarto día me anunciaron que habían concedido el traslado al centro de cuidados paliativos.


Se trataba de un antiguo convento reformado, espacioso y en silencio. Por las ventanas entraba una bonita luz de invierno y se podían ver los cuidados jardines exteriores. La habitación la ocupábamos nosotros solos y para mí también había una cama y comida. Además, el centro tenía una pequeña biblioteca con grandes clásicos de la literatura sobre la muerte y el duelo. También había libros que no trataban del tema: si en algún sitio, era allí donde sabían que pequeños momentos de evasión son los que busca la vida. El personal sanitario me preguntaba con frecuencia si necesitaba algo y pronto era ya rutina mi café de la mañana y mi Cola Cao de la noche. Me veían como una persona y no como un bulto que obstaculizaba el trabajo.


De la misma manera, en el velatorio pasaba a ser alguien cuando mi tío, el hermano de mi padre, al darse cuenta de cómo los recién llegados me apartaban para abrirse paso hacia el muerto, llegaba a ellos para señalarles que yo era la hija. Te acompaño en el sentimiento. Toca seguir. Qué le vamos a hacer, estas cosas pasan. Ahora tienes que ser fuerte. Hay que tirar para adelante, no queda otra. Desconocidos, antiguos compañeros de la escuela a los que llevaba sin ver años, clientes que, desde hacía mucho, debían dinero a mi padre. Vecinos preguntando si íbamos a vender el coche o si alguien se había interesado ya por el almacén o las herramientas. Parientes apremiando a que sacara parte de los ahorros del banco por si había algún problema para reclamar la herencia. Mi presencia allí, efectivamente, solo estorbaba.


En el escenario previo, las enfermeras de mi padre lo limpiaban, mimaban y acariciaban. Por ellas, el arte dejó de ser para mí lo más valioso del ser humano. Cambiaría a cien miguelángeles y cien capillas sixtinas por aquellas mujeres. Me gustaría ponerme en contacto con ellas y darles las gracias, enviarles un detalle de agradecimiento. Mientras escribo esto, busco en Internet datos de contacto del lugar. Veo que todo de cuanto dispone esa unidad de paliativos es de siete habitaciones. Que una fuera para nosotros es la muy buscada ventaja en la España vacía.


Además, estaba a mi disposición la psicóloga del centro y dije que, por su puesto, pasara cuando pudiera, me venía bien hablar con alguien en persona. Noelia, se notaba, acababa de graduarse en la universidad y aún no había perdido a un ser querido. Me preguntó cómo me sentía, y yo no le dije que aterrada. Sentía que faltaba poco. No pasaría de esa noche. La madrugada anterior, sentada en el sillón al lado de la cama, abrazada al brazo de mi padre y con la cabeza apoyada sobre su almohada, miraba la puerta y fantaseaba con la forma en que la muerte haría su aparición. Pero cómo relatar esto a Noelia. Le dije que estaba triste y agotada.


Tampoco le conté que, sin saber determinar desde qué momento preciso, me sentía más ligera que nunca antes en mi vida. En el trayecto hacia el hospital había elaborado una larga lista de reproches hacia mi padre. El primero era que se estaba muriendo porque él había querido. Pero ahí, en nuestro propio y particular retiro, se había consolidado en mí una certeza: cuidándolo, había descubierto que era digna de amor. Y ya no tenía ningún reproche que hacerle.


La última noche no cenó. Ya pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo, tranquilizado con el protocolo de calmantes que le suministraban. Yo estaba tan cansada que me acosté en el sofá cama para intentar dormir un poco, colocada de forma que pudiera verle constantemente. Me angustiaba despertarme cuando ya hubiera ocurrido, pero cerré los ojos, exhausta. A las cuatro horas me despertó sentir la cada vez más apagada y muda respiración. Me acerqué a la cama y alcancé a presenciar las dos últimas espiraciones mientras sujetaba su mano. Nada llegó. No apareció la muerte. Solo desapareció la vida.


Entonces ya pude llorar. El cuerpo frío y paralizado eran la señal de que ya podía hacerme esa concesión. Lloré y respiré y esperé. Pulsé el botón de llamada bastante después. Y entonces dejé de ser la doliente hija de un moribundo. “Tienes que salir”, me dijo la enfermera que acompañaba al médico que iba a certificar la muerte. Minutos después me buscó en el pasillo: “¿Tenéis funeraria? Tienes que dejar la habitación. Cuando saquemos el cuerpo, tú ya no puedes estar aquí. Ni tú, ni tus cosas”. Por mis cosas se refería también a las cosas de mi padre. Él había llegado con su móvil y su cartera en los bolsillos, unas zapatillas de estar en casa, y una radio por si las horas en el hospital se le hacían largas. Recogí a toda prisa.


Me senté en el vestíbulo del hospital para esperar a la funeraria. Aún faltaban tres horas para el amanecer. Solo ahora era adulta. Antes había sido responsable, resolutiva, independiente. Pero adulta solo ahora.


En la tarde noche del mismo día, ya en el pueblo, a pesar del frío invernal y una pandemia que obligaba a mantener las ventanas abiertas, la afluencia de personas ante el difunto fue enorme. Estoy aquí para lo que quieras. Pídeme lo que necesites. ¿Qué tal dos mil euros para irme de viaje y perderos de vista? Con estas cosas se aprende que no hay que preocuparse por tonterías. ¡Pero si preocuparme por tonterías es lo que más me apetece desde hace una semana! Sabría pronto que una de las razones de que allí hubiera tantas personas era que mi padre tenía como afición asistir a todos los sepelios del pueblo y alrededores, y querían devolverle el gesto que él tuvo para con otros.


La mañana siguiente todo el mundo se encontraba reunido en el salón de despedida para ver el ataúd descubierto por última vez antes de la misa y el entierro. Mi abuela, que el día anterior había llorado silenciosa y serena, nos ofreció un espectáculo que yo ya creía en desuso. Histriónica, y con una capacidad pulmonar que desconocía en alguien con más de noventa años, gritaba: “¡Ay! ¡Mi hijo! ¡Que se lo llevan!” Mientras, mi tía la regañaba: “Madre, no monte el número.” “¡Me lo quitan! ¡Dios mío!” Lo malo de las situaciones cómicas no intencionadas es que son las que más ganas de reír dan, y las que plantean reír como lo más inoportuno. Salí de allí.


Fuera, vi hablando divertido con mi tío y mi primo al conductor del coche fúnebre. A mí no se habría atrevido a decirme que el protagonista del día y él tenían un chiste interno. Se habían hecho cercanos porque su funeraria poseía el monopolio en la región y a mi padre le gustaba presentarse en todos los entierros de la zona, aunque no entrar a misa. Prefería quedarse fuera de la iglesia, donde siempre encontraba a su ocasional amigo junto al Mercedes-Benz negro. Una vez, como desde dentro se oía su cháchara, una feligresa había salido de la parroquia para llamarles la atención: “Silencio, que estamos orando.” Desde entonces, cuando mi padre le veía, se acercaba por detrás y repetía la misma frase: “Silencio, que estamos orando”. Mientras metían el féretro en el coche para llevarlo del tanatorio a la iglesia, mi primo llegó rápido a contármelo. El chófer había terminado de relatar la anécdota añadiendo: “Hoy van a orar por él”, a lo que mi tío había hecho un amago de sonrisa, pues no eran el momento ni el lugar. Yo, en cambio, reí por primera vez en siete días. Reí mucho. Él se habría reído mucho.

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