Siempre se despertaba sin alarma, cogía el reloj de pulsera que tenía sobre la mesilla de noche, que estaba parado en las once en punto, daba vueltas a las manecillas hacia atrás hasta que volvía a llegar a las once y lo dejaba parado. Entonces se levantaba de la cama, subía las persianas, tomaba una taza de café frío y, aun con los ojos medio cerrados, se sentaba frente al ordenador para trabajar un rato indeterminado en algún relato. Cuando se cansaba, iba al pequeño taller donde restauraba muebles o continuaba cualquier otra tarea. Ya había superado la perplejidad y el miedo que sintió cuando descubrió que podía parar, retroceder y adelantar el tiempo manipulando el reloj de pulsera heredado de su abuelo.
A menudo, mientras trabajaba en uno de sus muebles, le asaltaba una idea para otro cuento o le nacían las ganas de explorar un conocimiento nuevo, como el macramé o la teoría filosófica del idealismo. Eran tantas las cosas que quería terminar que había olvidado preguntarse qué circunstancia hacía posible el fenómeno que había descubierto.
Por mucho que lo atrasara, el reloj no pasaba nunca a un día anterior al 20 de septiembre. Este era el día que siempre repetía. No era imposible llegar al día siguiente, al menos que supiera, pero ella no permitía traspasar la barrera de las 12 de la noche, pues el día 21 debía viajar a su pueblo, donde le esperaban la boda de su hermana y todos los preparativos y compromisos familiares que implicaba. Había adquirido la rutina de paralizar el reloj durante varias horas cuando se despertaba, trabajar hasta que tenía hambre, comer, seguir en sus empeños y adelantar y activar luego el reloj a las ocho de la tarde para disfrutar el momento en que el sol cae, que tranquilizaba su cuerpo y la preparaba para dormir. Lo paraba luego a las once y se iba a la cama.
Trabajando en uno de sus relatos, le surgió una idea para una novela, por lo que escribir un borrador se había añadido a su lista de pendientes. Además, había descubierto en casa un paquete de arcilla y quería modelar algunas piezas de cerámica. Si necesitaba ir a comprar algo, apretaba el botoncito del reloj, de modo que las manecillas empezaban a funcionar y, con ellas, se reiniciaba el movimiento del mundo y las personas, que de otro modo permanecían paralizados. Había descubierto que si trataba de interferir en el desarrollo de los acontecimientos con el reloj detenido, este se reactivaba por sí mismo, por ejemplo, si pretendía salir de algún establecimiento sin pagar.
Leyendo alguno de los libros que esperaban en la mesa o en su Kindle, sumaba siempre alguno más a la lista de libros a descargar. Además, cuando terminó el retrato de una ardilla, pensó que quería hacer una serie completa de animales a grafito y pensó en dibujar también, entre otros, un ciervo, un oso panda, un flamenco y una rana.
—No lo entiendo, tengo más tiempo libre que la mayoría de gente que conozco y aun así siento que no llego a todo lo que quiero —le dijo a Ester tomando café una tarde. A veces, desparalizaba el mundo para llamar a una amiga y quedar un ratito después de comer.
—Al menos tú puedes organizarte para ir al taller las horas que quieras y reservarte un espacio cada día para las cosas que te gusta hacer. Imagina si tuvieras un trabajo de oficina, como el resto.
No comentaba con nadie el hecho increíble que estaba viviendo, pues podría poner en riesgo el regalo de tener las posibilidad de hacer cuanto le apasionaba, sin interrupciones para atender a familia o amigos. Ahora, por fin, podía retomar el estudio de sus manuales de Historia, que había dejado abandonados porque el calendario y la agenda le impedían sacarse una segunda carrera en la universidad a distancia.
Al cabo de mucho se dio cuenta de que había perdido la noción de cuantas veces había vivido el 20 de septiembre, por lo que comenzó a apuntar en un papel como día transcurrido cada noche que se iba a dormir. También anotaba nuevas tareas a su lista: a veces, en medio de una xilografía o una receta de cocina, surgían ideas que anotaba para materializar el día siguiente.
Después de llevar la cuenta de quince días, decidió que pasaría otros quince más terminando todo lo empezado y, después, dejaría correr el reloj, iría a la boda, vería a sus amigos, y se arriesgaría a que luego no fuera ya posible disponer de horas a conveniencia. Pero tenía que ir más deprisa si quería acabarlo todo. Ahora le interesaba también la restauración de cuadros y creía poder matricularse en la escuela de arte y restauración que había en su ciudad. Quería repasar la historia de la antigua Roma y las obras de arte más importantes de la ciudad eterna, pues en octubre viajaría allí de nuevo y siempre se quedaba sin ver cosas o no recordaba el valor de cosas que veía.
Al concluir las dos semanas de plazo que se había marcado, aún había una larga lista de tareas por terminar. Ahora escuchaba música clásica y quería entender las diferencias entre la música del Barroco y la del Romanticismo. También pretendía ver las películas favoritas para los Oscar y probar a hacer pan. Por ello, decidió darse unos días más. Lo maravilloso era que, como para el resto del mundo nada transcurría, nadie reclamaba verla.
Pasaron entonces otros cincuenta días. Cada vez se tomaba menos cafés con amigas y había dejado de pasear por el parque. Dio forma a nuevas piezas de cerámica y estaba pensando en instalar un torno para que fuera más fácil moldearlas. Había mejorado bastante en pintura y ahora quería hacer un retrato de su hermana como regalo de boda. Si aprendía a coser, podría crear algunas prendas de ropa. Siempre le había interesado el Tarot y se encontraba investigando el origen, las distintas barajas existentes y su iconografía. Había aprendido a tocar algunos temas en el teclado y quería probar con piezas más complejas.
La ansiedad que antes sufría por no tener tiempo se había transformado en ansiedad por no ser capaz de avanzar más rápido. Su escasa velocidad hacía que de poco sirviera disponer de tantas horas. Lamentaba no poder hacer cuatro cosas a la vez. Debido al estrés, se levantaba cada vez más temprano, y dilataba tanto la jornada de un día que llegaba a la cama exhausta, y resentida con su necesidad de dormir. Su lista de cosas pendientes era ahora veinte veces más extensa que cuando descubrió el secreto del regalo de su abuelo.
A las ocho de la tarde del momento en que la cuenta de días marcaba cien, reactivó el reloj del abuelo y se fue a dormir. Nunca podría terminar todo lo que quería hacer. Ni siquiera disfrutaba ya de tener la fortuna que tenía, ni de las cosas que hacía con ello. Cuando despertó, era de día, y comprobó que su móvil marcaba la fecha de 21 de septiembre. Preparó la maleta y tomó el tren a su pueblo. En las tres horas de trayecto no quiso abrir un libro para leer, como siempre hacía; se dedicó a contemplar los paisajes que sucesivamente pasaban por la ventana.
—¿Qué hiciste ayer? —le preguntó su hermana, que la esperaba en la estación del pueblo.— No supe de ti en todo el día.
—Casi nada. No alcancé a hacer mucho —respondió con seriedad y sin un ápice de ironía.
—Aquí está casi todo listo. Si quieres, puedo llevarte a casa para que puedas aprovechar para escribir o lo que quieras antes de la cena.
—No tengo prisa. Haré lo que me dé tiempo.
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