Temía provocar su conocido mal genio: eran las cuatro de la tarde y el pintor recibía a las visitas solo por la mañana, reservando el resto de la jornada para trabajar. Sin embargo, estaba ansioso por conocer a solas al artista más célebre del París de 1919 y obtener su reconocimiento.
Empujó la verja de hierro, atravesó el patio de la pequeña casa y llamó a la puerta. Esperó impaciente. Siempre vestía traje y corbata y para esta ocasión había reservado su mejor atuendo. La puerta se abrió primero un poco, sin que pudiera ver en la sombra al otro lado, y luego completamente, acompañando al ímpetu de Picasso, que ya había vuelto la espalda al visitante y se dirigía hacia la sala contigua.
El joven entendió que la puerta abierta le invitaba a pasar. Cerró al entrar y, tímido, pero confiado, siguió a su anfitrión hasta el estudio donde este retocaba con algunas pinceladas un cuadro de extraño formato ovalado en el que trabajaba.
—¿Y bien? —preguntó Picasso sin volverse hacia él y con la mirada clavada en la obra que le ocupaba, de la que se alejó dos pasos para tener mejor perspectiva. Vestía una especie de bata oscura que asemejaba a un abrigo y se abrochaba con cuatro botones a la derecha.
Aún inseguro del francés que había estudiado durante meses preparando su llegada a la capital francesa, el visitante respondió:
—Verá… Yo también soy pintor. Mi nombre es…
—¡No! Que, ¿qué te parece? —Picasso señalaba la pieza de la que no apartaba la vista.
—Es… distinto. —La interrupción brusca de Picasso cuando pretendía presentarse había transformado sus nervios iniciales en una ira incipiente que quería disimular, por lo que añadió: —Distinto a lo que yo busco en mi pintura.
—¿Buscar? El arte no trata de lo que se busca, sino de lo que se encuentra. —Picasso señaló con la cabeza el atado de telas que el joven llevaba bajo el brazo— Enséñame que traes.
Con un ligero temblor de las manos, el chico desató los tres lienzos que había seleccionado y los puso sobre una mesa grande llena de utensilios y recortes de papel. Picasso aprovechó para encenderse un cigarrillo, y en la primera calada encontró la paciencia para un procedimiento que ya se repetía con demasiada frecuencia entre pintores que le visitaban. El joven extendió sus lienzos: una vista urbana, una Virgen con niño y un paisaje con una casa junto a un lago rodeado de montañas.
—¿Dónde has estudiado? —Preguntó el pintor veterano reparando en la cara del joven que, aunque no demasiado, le causaba más interés que aquellas pinturas que le presentaba y que no observó más que unos pocos segundos.
—En la Academia de Viena.
—Una de las más duras, dicen. Se nota que has adquirido un buen arsenal de recursos técnicos.
—En efecto, los profesores son grandes academicistas y muy rigurosos con las reglas del dibujo y la pintura —respondió orgulloso de su herencia académica y cultural.
Picasso se había vuelto hacia su propio cuadro y no levantó la mirada del lienzo cuando replicó:
—Son más útiles los maestros chinos: obligan a utilizar medios limitados, pues esa restricción libera la invención. Si puedes crear con tres elementos, no utilices más de dos. —Picasso dio una rápida pincelada negra con un pincel grueso y de cerda dura—.¿Coincidiste en la Academia con Kokoschka y Egon Schiele?
—Sí… —El invitado trató de ocultar el rencor que le generaba la atención recibida en los últimos años por sus antiguos compañeros de clase—. Sin embargo, encuentro mayor inspiración en Durero y Cranach el Viejo.
—¿Has leído a esos escritores que, a falta de una idea que transmitir, se pierden en una retórica barroca que tratan de copiar del siglo XVII? Lo mismo ocurre con tus cuadros: la técnica es bella y elaborada, pero no dicen nada.
El visitante empezó a sentir un calor que le subía del estómago a las mejillas. Tomó aire y trató de respirar con tranquilidad. Estaba allí para probar su valor y, tal vez, obtener la recomendación a algunos marchantes y coleccionistas. Por eso insistió:
—Independientemente de la técnica o el tema, el arte debe guiarse por la belleza.
—El arte no tiene que ser bello. El arte tiene que dar al espectador algo que no puede descubrir sin el artista. —Picasso giró la cabeza hacia la mesa donde se extendían las telas de su invitado—. Tus lienzos no dan una imagen nueva del mundo, ni tampoco ofrecen al espectador una imagen de sí mismo. Pareciera que no te interesa cambiar la realidad de las cosas.
—Entonces, ¿se opone usted al canon y la tradición?
—¿Oponerme? ¿Cómo podría oponerme? Es nuestra época la que ha perdido toda relación con la tradición. ¡Ya no hay pintura, solo individuos! Desde Van Gogh, somos todos autodidactas. Y no podemos pintar con técnicas del pasado por la misma razón que ya no podemos comunicarnos en latín, porque son lenguajes muertos.
Picasso buscó entre los recortes de su mesa un trozo de revista y lo puso al lado de su lienzo para observar el efecto. No pareció convencerle el resultado y tiró el fragmento al suelo.
—¿Y cuál es ese nuevo lenguaje? —preguntó el joven anónimo con una agitación que le avergonzaba.
—No lo hay, cada artista ha de crear el suyo propio, desde cero. Y luego ha de conseguir comunicar sus ideas a través de ese lenguaje.
—Pero eso aleja el arte del pueblo ¡Lo reduce a las élites! —respondió dejando traslucir su indignación.
—Nunca he creído que la pintura esté destinada exclusivamente a las élites —La serenidad de Picasso era absoluta.—Creo que el arte ha de despertar alguna cosa en quien no tiene la costumbre de ver cuadros. Hay que mostrar al espectador lienzos que no se parezcan a nada, pero que incluyan algún elemento que le sea familiar. Es necesario enseñarle algo nuevo dentro de algo que ya conoce. Solo así se puede influir en el gran público. —Revolviendo entre sus tubos de pintura, preguntó despreocupado:— ¿Fuiste alistado para combatir en la Gran Guerra?
—Así es. En el frente occidental —respondió el joven con una altivez que hasta ahora había logrado controlar.
—¿La guerra entonces no te ha inspirado, como a Otto Dix o Franz Marc, para hacer algo que merezca la pena? Si quieres conquistar París, vas a tener que hacer algo más grande de lo que has hecho hasta ahora.
Picasso dirigió la mirada a los lienzos de su huésped e hizo una señal con la cabeza señalando la puerta. El joven entendió que le estaba invitando a marcharse. Abandonó la casa furioso y humillado. Volvería inmediatamente a Viena y se prometió que empezaría algo grande. Picasso no le había preguntado su nombre, pero un día conquistaría París, y Picasso sabría su nombre, todo el mundo sabría su nombre, un nombre más famoso aún que el de Picasso: Adolf Hitler.
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